viernes, 8 de febrero de 2019

+ Platos rotos +


Muchas veces hemos reflexionado aquí sobre el problema de “qué deseamos pintar”. Porque gracias a las revoluciones del siglo pasado, ahora el artista puede hacer lo que le de la gana. No es como en el barroco, en que a un pintor le encargaban una "Virgen con el niño y donantes". Tal vez él desearía pintar un cuadro sobre lo absurdo de las guerras de religión, y lo estúpido que es matarse por una idea diferente de Dios, que no es más que una idea. Y aunque el maestro quisiera hablar de ese tema en sus obras, no le quedaba más que pintar una "Virgen con el niño y donantes". Ahora no. Ahora un artista desea criticar el hecho de que muchos inmigrantes tengan que cruzar el Mediterráneo, y morir en el intento, para acceder a una vida mejor. Y lo pinta. Y lo expone. Y, si está bien situado en el mundo del arte, lo vende por un porrón de dinero. Así es, hoy debemos pintar lo que nos de la gana.

Y, superado el problema de qué vamos a pintar, viene el segundo interrogante ¿Cómo lo hacemos? Porque ya no hay una sola manera, como antaño, óleo sobre lienzo. Podemos empezar añadiendo cargas al soporte, siguiendo con acrílico comprado en la tienda, o fabricarnos nuestros colores con pigmentos; hacer chorrear la pintura sobre la tela, o utilizar la esponja para crear texturas… ¡Cuántas posibilidades! En realidad, todos buscamos con esos procesos llegar al misterio. Conseguir una superficie con profundidad, llena de sugerencias, que nos permita escalar el Everest que supuso la invención de la fotografía, y subir todavía un metro más arriba.

A veces el misterio se consigue de las formas más insospechadas. Por ejemplo, el artista Julian Schnabel (Nueva York 1951; julianschnabel.com) utiliza platos rotos, pegándolos en el fondo de sus cuadros. Yo no sé si la idea le vino visitando los bancos del parque Güell de Gaudí, en Barcelona, hechos a base de mosaicos de azulejos y algún que otro plato. O el origen fue más prosaico, después de una discusión con su mujer en la cocina, donde voló la vajilla quedando hecha añicos; y después decidió rememorar el momento en su lienzo. Sea como fuere, es una idea genial. Sobre una superficie con un bajorrelieve impresionante, Schnabel construye una imagen conocida, que pueden ser flores, un retrato, o cualquier otra realidad cercana. Y la loza crea una textura extraña, hechizante. El ojo se pasea por el borde del relieve sin saber donde empieza la pincelada y donde acaba la cerámica. Es cierto que una idea original la han tenido muchos, pero luego hace falta la maestría del pintor para conferirle calidad. Una capacidad artística que nace del trabajo, el tesón y la confianza en uno mismo.








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