viernes, 16 de febrero de 2018

+ Dominar el fuego +


Estudié Bellas Artes hace veinticinco años. Era un tiempo loco para la pintura. Muchos profesores estaban convencidos de que el arte había muerto, como afirmaban los críticos y otros tantos famosos artistas. Así que los catedráticos no aparecían por el taller, porque si ya no hay nada más que decir, qué vamos a enseñar. Y los pocos alumnos que no nos quedábamos en el bar y subíamos al estudio (fantástico, por cierto, con unas ventanas enormes mirando a norte que bañaban de suave luz todo el espacio), sólo sabíamos que pintar figurativo estaba prohibido, era suspenso seguro, así que hacíamos cualquier cosa menos eso. Y esta locura de la asignatura troncal de la especialidad se contagiaba a todas las demás. Como la de historia del arte. La profesora no explicaba, sino que en cada clase organizaba un debate con los alumnos, que sólo decíamos chorradas porque no teníamos ni idea de historia del arte y hablábamos sin conocimiento de causa.

El examen de final de curso de historia del arte era un trabajo creativo. Y digo creativo con todas las letras, en consonancia con la trayectoria que había tenido el curso académico. Había que hacer algo original. Como mi madre era ceramista, profesora de esta materia en la Escuela de Artes y Oficios de Palma, se me ocurrió centrarme en esta disciplina. El argumento del trabajo fue que los ceramistas griegos (ese año tocaba arte antiguo) eran considerados artistas sagrados, equiparables a sacerdotes, porque dominaban con sus conocimientos el fuego. Durante años había visto a mi madre conjurar el fuego al cocer la cerámica: llevar el horno a temperaturas irreales de 1280 grados centígrados; luchar para que las bombonas de propano no se congelaran; lidiar con las chimeneas para que la intensidad del calor no las arruinara… Y ojeando por la mirilla del horno buscando cercionarse de que el cono guía de la temperatura ya se hubiera fundido, contemplar ese rojo tan intenso, amarillo blanco, el cielo y el infierno metidos en una caja de metal. El argumento del trabajo era evidentemente falso, pero lo documenté extensamente con las herramientas, materiales  artefactos y métodos utilizados en esa lejana época por los ceramistas. La idea que me guiaba era romántica, poética; obtuve matrícula de honor.

La cerámica nos une con la tierra y la materia, con nuestro yo íntimo. Para mi hay piezas de cerámica que me conectan con la esencia del arte más que cualquier obra de otra disciplina, aunque la pintura esté por encima de todas en el inconsciente colectivo. En instagram sigo a un ceramista con alma. Apenas se nada de él. Vive en Taiwan y su nombre en esta plataforma es @wu-wei-cheng. Pero sus obras son tan hermosas, tan exquisitas y delicadas, que bien merece el título de artista sagrado de mi trabajo de arte antiguo.









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