Ya estamos en la semana primera! Y como es lógico después de
dos meses de calor y playa, con mucho óxido en las manos. No encajamos bien, el
lápiz se nos escurre y la paleta sólo mezcla colores sucios. ¿¡Pero qué es
esto!?
La mejor medicina para este mal es el dibujo. No busquemos
grandes proyectos. No emprendamos obras maestras. Dejemos que la humildad del
papel nos haga recuperar nuestras facultades perdidas. Si el blanco del soporte
nos asusta, podemos utilizar uno tintado con ocres suaves o rayado para la
escritura. Si tiene un poco de grosor podemos crear algunas manchas con té y
dejarlas secar antes de iniciar el trabajo, añadiendo así un poco de azar a la
creación.
Al dibujar podemos optar entre dos posibilidades encontradas.
Por un lado está la postura que llamaré descriptiva. Es una actitud tan
respetable como la otra. Esta forma de trabajar tiene que ver con la visión de
un niño, que atiende a detalles sin preocuparse de la visión de conjunto. Si
optamos por esta actitud no podemos escatimar pormenores, pues en la
descripción ingenua está su mayor baza. Hay que fijarse en las ventanas de las
casas y en sus persianas y en los pestillos de sus persianas. El resultado es a
la vez abigarrado y familiar.
Por otro lado está la actitud sintética del adulto. Elige un
aspecto de la realidad y obvia los demás. En este caso menos es más. Evitaremos
explayarnos en lo que vemos. Más bien buscaremos su esencia, o la parte de la
realidad que más nos cautive. Nunca contaremos todo, sino que jugaremos a velar
y esconder, para generar una intriga creativa en el observador. No quiero decir
con ello que el trabajo siempre sea muy breve, sino que hay que aprender a
construir y destruir. A medida que se trabaja, todo aquello que compite con
nuestra idea principal es eliminado. Aparece para dejar sólo su sombra, su
rastro. Y aprendemos a tener mesura y concisión.
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