Hace dos semanas hablábamos de la exposición de Helen Pynor
“La balsa de la vida”, de cómo buscaba expresar la decadencia a la que está
abocado todo lo que nos rodea y buscar la belleza en este estado de
desintegración. Es un concepto que forma parte esencial de la filosofía
budista. Todo cambia y nada permanece. De este principio nació la práctica que
realizan los monjes tibetanos de destruir finalmente los mandalas que
esforzadamente han creado depositando arenas de colores durante horas, días,
según unos dibujos rituales ancestrales. Una profunda toma de conciencia de lo
efímero, saber que aquello que estás elaborando pacientemente será destruido
nada más finalizarse.
Detener el instante para la eternidad es la esencia de la
fotografía. Y también de la pintura, en alguna de sus manifestaciones. Es como
si quisiéramos invertir el proceso de decadencia, deteniéndolo. Es el caso del
artista Keng Lye. No se contenta con el hiperrealismo sino que quiere ir más
allá, hacia la tercera dimensión pictórica. Para ello utiliza acrílicos y
resina epoxi. Vierte la resina en un bol y luego va pintando capa a capa. Es un
proceso que también utiliza el artista Riuseke Fukahori. Podéis ver a este
último trabajando en el siguiente vídeo:
http://vimeo.com/32967940
Lye ha querido mejorar todavía más el simulacro y ha añadido
objetos en volumen para aparentar el animal con más realismo. Por ejemplo, ha
incorporado una cáscara de huevo para el caparazón de la tortuga, que luego ha
pintado. Tal vez sea ya rizar el rizo, paroxismo al más puro estilo oriental. A
mi lo que me atrae de las pinturas de ambos artistas super-realistas es el hecho
de haber intentado retener la esencia del animal, encapsulándola. El exceso de
realismo persigue detener el tiempo y poseer (esta palabra es la clave), por fin,
la eternidad.
Próximamente Lye va a mostrar sus animales en Londres.
Imagino una exposición de su obra junto con los insectos de Helen Pynor.
Decadencia y perennidad en la misma sala. Fugacidad del tiempo y perpetuidad
juntos. En realidad ambos trabajos apuntan hacia una dirección coincidente,
pues las obras de Lye, muy a su pesar, están descarnadas. Su frío realismo
artificioso tiene algo de cadáver, de instante de formol. No se desintegra pero
carece de vida. No consigue detener la decadencia, sólo simularlo.
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